
Sinopsis
Aarón la odia porque la considera responsable de lo que le pasó a su hermano. Ona se siente culpable y anhela su perdón, pero él no está dispuesto a dárselo tan fácilmente.
Un trabajo de instituto los obliga a trabajar juntos, pero no va a ser sencillo hacerlo tras todo lo sucedido. Sin embargo, no tienen alternativa y pasar tiempo juntos los llevará a descubrir nuevas facetas del otro… y tal vez a algo más.
Capítulo 1 (Ona)
—¿Qué cojones hace ella aquí? —pregunta con odio.
—Tranquilo, Aarón —dice Oliver al verme.
—¡Largo! —grita mientras se acerca a mí.
—Yo, yo quería… —balbuceo sin ser capaz de decir nada más ante su furiosa mirada.
—Tú y tu amiga ya habéis hecho bastante. ¿No te parece? —me increpa de malas maneras.
—Lo siento —digo casi en un susurro. Soy incapaz de sostenerle la mirada mientras sus ojos me atraviesan.
—¿Lo sientes? ¿Crees que con eso lo arreglas todo?
—No, pero…
—¡Joder! ¡Lárgate de una puta vez!
—Vale, Aarón —interviene Oliver—. Yo me ocupo.
—Sí, mejor. —Se pasa la mano por el cuello—. Llévatela de aquí. No soporto tenerla delante.
—Vamos, Ona, salgamos.
Oliver me coge por el brazo y me acompaña al exterior del hospital.
—Ona, no es un buen momento para que estés aquí —dice con delicadeza—. Aarón está muy afectado.
—Lo sé, Oli. Yo solo quería saber cómo está David y decirles cuánto siento lo ocurrido —digo sin poder contener las lágrimas.
—Está bien, Ona. Cuando se calme, yo se lo digo. Vete tranquila. ¿Has venido sola?
—Sí. ¿Me dirás si hay algún cambio?
—Claro, pero piensa que está en coma y que es probable que se alargue.
—Ya… —digo con pesar.
—Dame tu móvil y cualquier cosa, te aviso.
—Gracias, Oli.
—De nada.
Le doy mi número y lo observo mientras lo apunta. Tiene el pelo castaño claro y ojos marrones. Sus rasgos son suaves, a diferencia de los de su amigo, que son mucho más marcados, con ese pelo oscuro y esos ojos negros.
Aunque no tenemos el mismo grupo de amistades, los conozco del instituto y del hockey, pero hoy nuestras vidas se han cruzado de una forma que nunca olvidaremos. Hoy, David, el hermano de Aarón, está en una cama de hospital por mi culpa.
Aún no me creo todo lo que ha ocurrido. Vivimos en un pueblo pequeño, por lo que había muchas posibilidades de que el chico del accidente fuera alguien conocido, pero no estaba preparada para que fuera alguien relacionado con mi entorno.
Me despido de Oli y cojo mi scooter, el único vehículo que tolero. Al llegar a casa, mis padres me preguntan cómo ha ido, pero no tengo ganas de hablar, así que los evito para refugiarme en mi habitación.
Me estiro en la cama y me resulta imposible no rememorar, una y otra vez, lo ocurrido la noche anterior.
Recuerdo como Bea y yo salimos de fiesta. Bebimos un poco más de la cuenta, sobre todo yo, que había vuelto a discutir con Raúl y quería olvidar por una noche nuestra degradada relación.
Bea siempre tenía ganas de juerga, por lo que fue fácil disfrutar de una noche divertida. Además, Bea estaba pletórica porque estrenaba el coche que le regalaron sus padres por aprobar el examen de conducir con sus dieciocho años recién cumplidos. Conscientes de que habíamos bebido bastante, nos quedamos hasta que cerraron la discoteca. Me pareció que estaba bien para coger el coche, pero quise asegurarme.
—Bea, ¿estás bien o pedimos un taxi?
—No seas tonta, Ona. Estoy bien.
—Podemos venir más tarde a buscarlo —insistí.
—¿Y dejarlo aquí? Estás loca. Estoy bien.
—¿Seguro?
—Que sí, venga, pesada. Sube tu bonito culo y vámonos. ¿Y Raúl?
—No sé, hace horas que lo perdí de vista y, la verdad, tampoco tengo ganas de encontrarlo.
—¿Problemas en el paraíso?
—Hace tiempo que dejó de ser un paraíso.
—¡Que le den! Vámonos.
Me dio la sensación de que Bea se encontraba bien, por lo que subimos al coche. Todo iba bien hasta que llegamos a ese cruce de caminos. De pronto, estaba aturdida y me costaba respirar. Me desmayé y desperté en una ambulancia. Vi a Bea estirada en una camilla con oxígeno y empecé a chillar; un enfermero me dio una pastilla para que me la pusiera debajo de la lengua.
—Tranquila, estás bien. No te ha pasado nada.
—¿Y mi amiga?
—También, no te preocupes.
—¿Y el chico de la bici? —pregunté.
—Ha sufrido un traumatismo craneoencefálico y está en estado grave. Va camino del hospital.
—¿Estará bien?
—Harán todo lo posible por él.
«¿Qué clase de respuesta es esa? No puede sucederle nada malo. Por favor», rogué.
La ansiedad que siento al revivirlo hace que me levante para tomarme un tranquilizante.
***
Llevaba varios días sin ir al instituto hasta hoy; solo había salido de casa para ir al hospital a ver a Bea, a la que no he visto con mal aspecto. En principio, parece que se ha fracturado un hueso del brazo izquierdo. No hemos hablado mucho estos días, ya que todavía está afectada por lo ocurrido.
Por lo que sé, David sigue inconsciente. Está en la UCI. Oli no me ha escrito y Aarón no quiere verme por allí.
Llego a casa después del instituto y entro en la cocina con los pies a rastras.
—Hola —saludo a mi madre.
—¿Cómo estás? Pareces cansada.
—Lo estoy, ¿y papá?
—Ha tenido que irse.
—¿Sin despedirse?
—Lo han llamado por un asunto urgente.
—Últimamente todo es urgente, menos su familia, claro. Tampoco es tan importante que su hija haya tenido un accidente —digo con ironía.
—Ona, te recuerdo que tu padre cogió el primer vuelo para venir.
—¿Y cuánto ha estado aquí? ¿Tres días?
—Lo que ha podido. Venga, siéntate y cena algo.
—No tengo hambre.
—Tienes que cuidarte. ¿Cómo ha ido el primer día de clase?
—Ha ido.
—¿Has visto a tus amigos?
—Sí.
—¿Y qué tal?
—Como siempre.
—¿Y eso cómo es?
—Mamá, como siempre: hablamos, tomamos café, estudiamos… lo de siempre —digo exasperada.
—Vale, Ona, no te enfades. Solo quiero asegurarme de que está todo bien, que tú estás bien.
—Estoy todo lo bien que se puede estar teniendo en cuenta que hay un chico en la UCI y Bea está ingresada.
—¿Cómo están?
—Igual, no hay novedades —digo exhausta—. Estoy cansada, me voy a dormir. Mañana tengo clase.
—De acuerdo —suspira—. Si necesitas hablar, aquí estoy.
—Gracias. Buenas noches —me despido con ganas de refugiarme en mi habitación.
—Buenas noches. Descansa.
Cuando me tumbo en la cama, reflexiono sobre cómo ha transcurrido el día: la gente me hablaba, pero yo me sentía como si estuviera a miles de kilómetros de allí. Raúl ha intentado acercarse, pero me he alejado de él, ya que me molestaba cualquier contacto con él.
El accidente me ha afectado de una forma considerable. Me hace replantearme muchas cosas y mi relación con Raúl es una de ellas. «¿Vivo una vida real o me dejo llevar?».
Ese es el último pensamiento que tengo antes de dormirme.
Al día siguiente, se repite la misma dinámica hasta que llega la clase de Filosofía y me siento morir al ver a Aarón entrar en clase. Aparto la mirada, pero no tan rápido como para no reconocer ese gesto de odio que me dirige; es el mismo del hospital.
Capítulo 2 (Aarón)
Sabía que la vería allí, rodeada por sus amigos, mientras mi hermano está postrado en una cama de hospital. Noto como la rabia se apodera de mí.
Mi hermano, un chaval deportista y buena gente, está inconsciente y sin saber si vivirá o morirá. La angustia me corroe.
Mi madre anoche insistió en que debíamos continuar con nuestra vida y retomar nuestros quehaceres, ya que, según ella, todo está en manos del Señor. Ella se reconforta con su fe. Pero yo no soy capaz de sentirlo como ella y momentos como estos son los que me hacen dudar de ese Dios que ella tanto venera.
—Un Dios no puede permitir que pasen cosas tan malas; primero papá y ahora David. ¿Te parece justo?
—Los caminos del Señor son inescrutables. Solo Él lo sabe. Debemos aceptarlo, Aarón. —Esa fue su respuesta.
No me entero mucho de la clase de hoy; me cuesta concentrarme. La vista se me va hacia ella y siento como mi rabia crece. Ha atropellado a mi hermano y está aquí como si nada. Atrás quedó su imagen deshecha del hospital. Ya vuelve a ser la perfecta, bella y distante señorita Doménech: con ese cabello dorado y largo hasta la cintura que te dan ganas de pasar los dedos por él, sin olvidar esos ojos grises que hipnotizan.
Hace unos días hubiera dicho que esa chica era un sueño, pero en este momento es una maldita pesadilla.
Oigo mi nombre y me obligo a volver a la realidad de la clase.
—¿Aarón Martínez?
—Sí —reacciono.
—Usted realizará el trabajo con la señorita Ona Doménech.
—¿Es una puta broma? —pregunto sin filtro.
—¿Cómo dice?
—No pienso hacer el trabajo con ella —digo cabreado.
—Eso no lo decide usted, señor Martínez.
—Por supuesto que lo decido yo.
Me levanto y salgo del aula sin responder a la profesora. Voy en busca de la bici y me largo. Pedaleo sin parar, como si me persiguiera un asesino en serie. Me dirijo a la riera con un ritmo frenético. No me doy tregua, el corazón me va a mil y me cuesta respirar, pero no bajo el ritmo hasta que en una curva la bici derrapa y tengo que parar.
Pienso en todo lo sucedido en los últimos días y me derrumbo. Camino de un lado a otro como un león enjaulado. Grito al aire, grito a todos y a nadie en particular. Me dejo caer al suelo y dejo ir parte de la presión que siento en el pecho. No sé el tiempo que estoy en el suelo, pero, poco a poco, mi corazón vuelve a latir con normalidad y decido regresar a casa.
***
Al entrar por la puerta, un nuevo mazazo me golpea. Está aquí, en mi casa. Su atrevimiento no tiene límites.
—¿Qué coño haces aquí?
—Aarón, por favor —me pide mi madre—. Ona ha venido a preocuparse por el estado de David.
—Eso debió pensarlo antes de subirse a ese puto coche y arrollarlo. —Ignoro la cara de horror que pone mi madre.
—Yo ya me voy. Gracias por atenderme —dice levantándose.
—Eso. ¡Lárgate y no vuelvas!
La poca paz que había logrado se evapora y, aunque se marcha, no me calmo.
—¡Aarón! —me reprende mi madre.
—¿Qué pasa?
—No me puedo creer lo que acabas de hacer —dice abochornada—. ¿Esa es la educación que has recibido? Esa chica lo está pasando mal. Ha sido testigo de algo muy duro. ¿Y qué haces tú? La hundes más. Sé que sufres, pero eso no justifica tu comportamiento. Quiero que mañana te disculpes con ella y la invites a volver.
—¡Ni de coña!
No me puedo creer que me pida eso.
—Aarón, esta es mi casa y no tienes ningún derecho a echar a nadie de ella. Y mucho menos, de la forma en la que lo has hecho.
—¿Has olvidado quién es? —la increpo.
—No, por supuesto que no. Es una chica que está deshecha por lo ocurrido. ¿Has intentado ver más allá de tu propio dolor?
Solo mi madre podría reaccionar así. Me derrumbo en el sofá y pongo la cabeza entre mis manos.
—Cariño, sé que esto no es fácil para ti, pero no puedes tratar así a la gente.
—Ella iba en ese coche —digo con desesperación.
—Lo sé, ella misma me lo ha dicho. —La miro sorprendido—. Necesitaba que yo la perdonara. Aunque ella no conducía el coche, se siente responsable.
—Es que lo es.
—Aarón, eso es injusto. Además, hay cosas que no se pueden evitar si están destinadas a suceder.
—¿Qué quieres que haga? —pregunto a regañadientes.
—Que mañana te disculpes y la invites a volver.
—Se lo diré porque tú me lo exiges, ya que, como tú bien dices, es tu casa —digo con desdén mientras me levanto para irme.
—Sabes que lo he dicho para hacerte reaccionar.
—Pues lo has conseguido. —Estoy cabreado y no me molesto en disimularlo—. Me voy a mi habitación.
No logro entender por qué mi madre es tan benévola con la persona que ha participado en el atropello de su hijo.
—Está bien, hijo —responde abatida.
***
Al día siguiente, y sin querer pensarlo mucho, abordo a Ona en cuanto la veo. Cuanto antes liquide el tema, mejor.
—Ona.
—¿Te has dejado algún desprecio más por hacerme, Aarón? —Su tono es agrio y transmite dolor.
Me vienen a la mente las palabras de mi madre.
—Ona —cojo aire—, no puedo fingir que no ha pasado nada.
—Lo sé. Sé que me culpas por lo sucedido. Lo has dejado muy claro, pero, tranquilo, no lo haces más de lo que lo hago yo.
Se gira para irse y, entonces, la tomo de la muñeca para detenerla. Siento un temblor extraño en la punta de los dedos y la suelto como si quemara.
—Mi madre me ha pedido que me disculpe. —Parece confusa—. Por lo de ayer, en mi casa.
—Pues ya has cumplido.
—Y me ha pedido que consiga que vuelvas a ir a verla.
—Dile que has insistido, pero que yo no he aceptado.
—No se lo va a creer.
—¿Qué quieres, Aarón?
—Que me digas que volverás otro día a verla.
—No creo que sea buena idea.
—Mi madre se sentirá desilusionada. —Veo duda en su rostro—. Además, ayer me pasé.
Es lo más cercano a una disculpa que soy capaz de pronunciar.
Me mira como si me viera por primera vez.
—Siento lo que pasó con tu hermano —dice abatida.
—No estoy preparado para hablar de eso —confieso.
—Está bien. Dile a tu madre que me pasaré otro día.
—Bien.
—Vale.
—Ya nos veremos —digo a modo de despedida. Me siento incómodo.
—Sí, claro.
Sigo mi camino hasta mi siguiente clase. Me cruzo con su novio y no puedo evitar sentir rechazo al verlo. Es el típico pijito; siempre bien vestido y bien peinado. Rebosa perfección por cada poro de su piel. Incluso tiene a la novia perfecta.
Nos saludamos con una inclinación de cabeza por pura educación y poco más.
Debo reconocerle que el otro día se acercara al hospital con gente del instituto para preguntar por mi hermano. Supongo que es un detalle, pero es que no lo soporto. Imagino que nuestro pasado en el hockey tampoco ayuda.
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